Los primeros rayos de sol entran por la
ventana, noto la claridad en mi cara,
pero suena el despertador y toca empezar la rutina de todos los días. No
quiero, estoy a gusto entre las sábanas, al calorcito de mi particular refugio,
mientras toda la pereza del mundo va desapareciendo poco a poco de mi cuerpo,
recibo el abrazo matutino que me da fuerzas para afrontar el resto de la
jornada.
Pero ya, llegó la hora de la despedida,
el momento más amargo del día en el que ella se va y me deja solo una vez más
en mi refugio.
Llevamos juntos 18 años, 18 años en los
que ha pasado de niña a mujer, en los que la he visto tener pesadillas o dormir
plácidamente, llorar desconsoladamente por un amor que no salió bien o llorar
de felicidad porque su equipo de fútbol había ganado un título, muchas alegrías
y muchas amarguras, amistades que se rompen, amistades nuevas que creía que
nunca iban a rellenar con calidad el espacio dejado por las traiciones pasadas,
finales de etapas, nuevos proyectos, viajes inolvidables, anhelos secretos…
Comparto todo con ella, yo sólo la espero
durante todo el día en mi refugio, en su refugio, en nuestro refugio, para que
cuando la luna lleve unas horas enmarcando nuestro firmamento ella descanse
conmigo, me abrace y pueda compartir con ella sus temores, sus sueños y sus
secretos. Ésos que no hay nadie que les guarde como yo.
Ella lo sabe, yo siempre estaré aquí para
ella, llegará el momento en el que me guarde en una caja con los demás
recuerdos de su niñez, o tal vez nunca lo haga y siempre me tenga en un lugar
privilegiado dentro de su pequeño mundo, pero yo sé que ella siempre me llevará
en su corazón porque yo soy su Raúl, su osito Raúl.
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